Sorpresa de Shanghái

#CRÓNICA | #SHANGHÁI | #GINOBILI

Un argentino emprende un viaje por el mundo alejándose de sus afectos y las costumbres típicas de nuestro país. De paso por distintas ciudades llegó a China, y en la inmensidad del país asiático, el destino lo llevó a una de las experiencias más inolvidables de su vida. Sentado en el subte, aferrado a su mochila, escuchó un idioma familiar, miró en dirección a donde provenían las voces, y nunca imaginó que se encontraría con uno de los personajes más destacados del deporte nacional y mundial.

Por: @JuliánLuppi@Globalonet.web


Todo amante del deporte tiene sus ídolos. Esos que se convierten en nuestro modelo, en nuestra referencia, trascendiendo lo estrictamente deportivo. Esos que bloquean espacios en nuestras agendas, porque verlos en acción pasa a ser un compromiso personal, una cita obligada. Con nuestros ídolos creamos un vínculo sentimental. Sus emociones tienen conexión directa con las nuestras: las reflejamos en sincronía, y a veces hasta con mayor intensidad. Empatía instantánea. ¿Cuántas personas en nuestras vidas tienen el poder de generarnos eso?

Sigo muchos deportes y a muchos deportistas, pero a mis ídolos, como a mis grandes amigos, los cuento con los dedos de una mano. Fútbol y básquet son mis deportes favoritos, y eso se lo debo a mis dos ídolos de la infancia: José Luis Chilavert y Allen Iverson. Crecí siguiendo cada uno de sus pasos, y sus manos me arrastraron al amor por el deporte. Pasaron los años, y con ellos pasaron muchos otros deportistas que me apasionaron. Pero al selecto «salón de ídolos» hubo solo dos que lograron ingresar: Lionel Messi y Emanuel Ginobili.

De chico uno aspira a ser como sus ídolos. Cuando nuestras limitaciones se hacen evidentes y logramos asumirlas, pasamos a conformarnos con algún día poder conocerlos. Pero incluso eso parece inalcanzable… hasta que no.

En 2019 decidí poner en pausa mi vida de ciudad y saltar a la aventura. Dejé mi trabajo y vendí todas mis pertenencias, excepto mi mochila, algo de ropa, mi teléfono y mi cámara de fotos. Y ahí fui. El viaje me llevó por 20 países, empezando en Europa, tocando África, y luego atravesando Asia a bordo del tren transiberiano, para finalmente llegar a Australia. Una travesía como esta deja recuerdos para toda la vida, y experiencias y anécdotas que merecen ser compartidas. Y si de anécdotas se trata, no hay ninguna como aquella de Shanghái.

De por sí China no es un país fácil; pero yo lo compliqué aún más: llegué justo en la «Golden week». Ese período en el año en el que cualquier búsqueda de Google te recomienda —casi que te suplica— NO ir. Se trata de una semana entera de vacaciones para el pueblo chino, y todo está más colapsado que de costumbre. Decidí entonces alejarme de las grandes ciudades, buscando refugio de las agobiantes masas. Había llegado a Shanghái un día antes, pero el caudal de gente ya era insoportable, y me advirtieron que sería diez veces peor en los siguientes días… Así que cancelé mi reserva en el hostel y saqué boleto de tren a algún lugar remoto.

Shanghái es una ciudad con casi 30 millones de habitantes. Su red de metro tiene 16 líneas y más de 400 estaciones. En medio de ese caos, sin poder comunicarme con nadie y sin internet, logré acomodarme en un vagón, supuestamente rumbo a la estación central. Sentado, abrazado a mi mochila e intentando comprender si mi destino se acercaba o se alejaba, unas voces interrumpieron mi absoluta concentración en el mapa de mil colores. Luego de semanas sin escuchar otra cosa que ruso, mongol y chino, llegaban a mis oídos esas voces, indudablemente argentinas, desde el otro extremo del vagón. Me giro y veo que se trata de un grupo de unos seis muchachos. Uno, muy alto y pelado, se destaca del resto. «No puede ser…». Busco mis anteojos. «No… no puede ser…». Antes de pensar siquiera qué hacer o decir, ya estaba al lado suyo balbuceando «¡¿Manu?!».

Uno nunca sabe cómo va a reaccionar ante una situación así. Simplemente no está preparado. Pero lo cierto es que el ser humano sí está preconfigurado para resolver este tipo de circunstancias. Llegada la ocasión, el cerebro se toma licencia, y es el corazón el que asume el doble mando. Por eso late tan fuerte. Preocupado por mantener activas las funciones básicas, pierde todo control sobre las dimensiones de tiempo y espacio. Solo le alcanza para gobernar, y con visibles limitaciones, la capacidad motriz. La sinapsis se reduce a niveles paleolíticos. Hay un eclipse total de razón: la emoción la cubre por completo, y resuelve a su criterio.

Solo una vez que Manu bajó del tren se propuso el cerebro retomar el control del cuerpo. Y lo hizo progresivamente: primero recuperó las dimensiones perdidas. Lo que el corazón consideró como una hora, hora y media, el seso lo corrigió a 3 minutos. El vagón volvió a estar lleno de chinos, y mi fiel compañera seguía allá al fondo, acostada sobre el piso, esperando recuperar el protagonismo. Las conexiones entre neuronas se fueron reactivando, y la conciencia empezó a intentar ordenar y comprender lo acontecido. Pero lo que más costó restablecer fue la motricidad: el esqueleto se resistía a dejar de temblar.

Me senté, abracé de vuelta mi mochila —necesitaba algo a lo que aferrarme—, y quedé mirando el vacío. Le quería buscar el sentido a lo que me acababa de pasar, pero aún hoy no lo pude encontrar. En la inmensidad de ese lugar, entre esos millones de personas, en ese entramado infinito de líneas de subte, me fui a subir al mismo tren y al mismo vagón en que estaba mi ídolo. Y no solo eso: habíamos conversado unos minutos. ¿De qué? De mí. Sí: Manu me preguntó qué hacía ahí, y a partir de eso la charla se convirtió en una entrevista donde él me hacía preguntas de mi viaje, y yo intentaba coordinar respuestas. Y así fue hasta que se tuvo que bajar, lamentándose de no poder quedarse escuchando mi historia, y chicaneándome por llevar puesta la remera de un ex rival suyo…la de Allen Iverson.

Uno tiende a deshumanizar a sus ídolos, asignándoles atributos propios de deidades. Y a veces ellos llegan a creérselo. Este no es el caso: Manu es todo lo humano que se puede ser. Y más también: horas después compartí en Instagram lo que me había pasado, acompañado de la foto que nos sacamos juntos. Lo etiqueté, agradeciéndole por ser como es. Al día siguiente comentó mi publicación: “Tremendo viaje estás metiendo! Si hubiese tenido 22 años menos me sumaba a tu travesía. Abrazo grande y empiezo a seguir tu camino digitalmente”.

Ese es mi ídolo.

Julián Luppi.

Julián Luppi junto a Manu Ginóbili.