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Un milisegundo puede ser la diferencia entre ganar o perderlo todo. No importa el auto que tengas, la tecnología ni los neumáticos. Sólo basta un motivo, lo suficientemente fuerte, que te haga convertir en el mejor de los corredores en la pista más difícil del mundo.
Por: @Ezequiel_Olasagasti – @Globalonet.web
Nunca descorché un champagne en el podio. Según me dijeron algunos colegas que es de verdad, pero no le dan más de un trago porque está caliente. Además, con el calor que arrastran después de una carrera lo que menos quieren es tomar alcohol.
No es que nunca haya metido un podio, solo que en ninguna ocasión me dieron champagne. Las veces que gane en el karting no me dieron nada. Es entendible, tenía dieciséis años. Apenas un trofeo, unas fotitos para una revista y a casa. Me acuerdo que la primera vez que gané mi viejo me compró una coca y antes de subir al auto para volver a casa la batí tapando el pico de la botella con el pulgar. Salpiqué todo pero nos matamos de risa, era la emoción de pensar cuando me tocara ganar de grande. Después nos queríamos matar, viajamos cien kilómetros totalmente pegoteados de gaseosa. Ya no me interesa el brindis en el podio. La carrera más importante que gané en mi vida apenas si me dieron un cafecito, quemado y sin azúcar. Me lo tomé de un trago, no se lo salpique a nadie.
Antes de aquella carrera siempre tuve ese pensamiento envidioso que mis colegas más exitosos ganaban por el auto y no por su habilidad al volante. Es lo peor que puede pensar un piloto pero no lo podía evitar. Tampoco lo iba a andar diciendo en voz alta porque daría el papel más triste de mi vida ¿Qué piloto piensa que no puede ganar por su cuenta y depende de la maquina? Bueno yo lo pensaba, por la frustración supongo. Fue la noche de la carrera más importante de mi vida cuando me tuve que tragar mis palabras.
Me subí a una cupé bastante gastada que tardaba en llegar a su velocidad máxima. Cuando solté el embrague patinó sobre el pavimento por unos milisegundos que yo no podía perder. Había un abismo entre ese auto y el que todas la semanas mi equipo prepara hasta el último detalle para dejarlo a punto. La aguja del velocímetro parecía un resorte. No puedo explicarles la frustración que una luz roja te genera cuando estas llegando al pico que podés alcanzar en quinta. Creo que nunca salí de un semáforo tan a tiempo como de los que me cortaron el paso esa noche. No había jueces que acusaran de salir en falso, pero estoy seguro que fue en el momento preciso cuando el último píxel del color rojo se apagaba. La garúa, nunca anunciada en los noticieros, enceró el asfalto al instante haciéndome peinar el freno al punto que se me entumeció el empeine. No podía ir a boxes a pedir neumáticos de lluvia, debía terminar el recorrido con lo que tenía. La cola latigueaba en las curvas y el sonido del derrape cortaba el silencio de la zona.
No sabía como iba de tiempo. Podía estar unas milésimas abajo pero necesitaba que fueran más. No había un auricular por donde me llegara la información del reloj. Pero debía ir más rápido. En las curvas ya no apretaba el freno, bajaba de quinta a segunda. Después tercera, cuarta y quinta otra vez sin que los engranajes se quejaran. Hubiese dado todo por unos cambios secuenciales como los de mi otro auto.
Zigzaguee entre los autos como quien esquiva conos. Sin pelota, más rápido aún. Hacía eslalon incluso en las curvas y me metía tramos enteros en contra mano. Las bocinas apenas se escuchaban entre los gruñidos del interior del auto y el zumbido permanente en mi cabeza que sentía explotar.
Y llegué al temido cruce de un choque. Como extrañé al auto de seguridad en ese momento. Al banderillero que me avisara varios metros antes que había un choque tapando el paso. Pero no había peace car, el reloj no me iba a esperar No pude cambiar de dirección, me subí a la vereda. Pasé raspando, literal, un árbol y un perrito que, ahora que pienso en frío, espero no haberlo tocado siquiera. Hice unos veinte metros por las baldosas rotas que me aflojó todo el tren delantero. No lo suficiente para que el auto dejara de funcionar.
Vi el cartel de donde tenía que llegar, aceleré al máximo tocando bocina para que nadie se cruzara. No hubo zigzagueos de festejo antes de llegar. No saqué el brazo por la ventana para saludar a un público inexistente o de meros taxistas y remiseros. Pise el acelerador hasta que sentí que lo había roto. Tiré del freno de mano e hice girar el vehículo ciento ochenta grados. No para lucirme, la verdad ni siquiera quería hacerlo. Solo buscaba frenar.
No sé cuánto esperé que me confirmaran el tiempo. Tardaron hora. Me llamaban para preguntarme y no sabía que contestar. Llegué pero ¿A tiempo? Las chicas no sonreían, tenían caras de cansadas y sus uniformes blancos no exhibían marcas. No había trofeos, ni corona de laureles ni fotitos para las revistas. Solo el café de la máquina, negro quemado y sin azúcar. Al tiempo que llegó mi hermano, el médico, salió a hablar con nosotros. El viejo se había salvado. Fue un infarto de miocardio o algo así. Unos minutos más tarde y capaz no la contaba. Con mi hermano nos dimos un abrazo. Lo salpiqué con el café pero sin querer, por la emoción. Mi tiempo fue perfecto. No sé cuánto pero lejos de esos minutos fatales de los que hablaba el doctor. Un piloto es lo que es por el auto que le toca. Qué idiota fui.
Ezequiel Olasagasti.