La partida física del “Trinche” Carlovich nos entristece y genera la imperiosa necesidad de hablar de esos jugadores que amaban el fútbol lo suficiente para no dejarlos que se conviertan en el verdugo de sus pasiones terrenales. En esta opinión disfrazada de réquiem, explicamos la magia que convierte a ciertos jugadores en leyendas vivas, del boca en boca en el café y las sobremesas de los asados.
Por: @Ezequiel.Olasagasti – @Globalonet.web
“Fulano y mengano si no traían la pelota ni jugaban”, me dijo una vez mi tío sobre dos campeones del mundo con la Selección Nacional que no es menester nombrar. Hablaba de esos torneos relámpago que se jugaban atrás de la cárcel, allá en San Nicolás, en un año que tampoco importa ponerle un número. Nunca hice un relevamiento preguntándoles a todos los viejos sobre esos jugadores anónimos que nunca llegaron a primera pero que afirmaban, sin que les tiemble la voz ni un poco, mejores que Maradona. Pero yo elijo creer, que querés que te diga. ¿Tantos viejos diciendo lo mismo no te parece que podría tener un ápice de verdad? Está bien, son los mismos viejos que a veces te dicen que con los milicos estábamos mejor. Pero acá hablamos de fútbol. Acá, aunque sea todo subjetivo, uno intenta hablar con la verdad. Tampoco son unos caídos del catre los que te dicen eso. Ven fútbol desde que nacieron. Vieron a Maradona debutar en el “Bicho” mientras vos solo podés mirar videos en YouTube con recopilación de jugadas.
Hace días falleció uno de las leyendas vivas del fútbol argentino, Tomás Felipe Carlovich. De nombre no lo tenes ni ahí pero el apellido te debe sonar si sos un poco futbolero. Y si a la ecuación le agrego el apodo: “El trinche”, la campanita en la cabeza te tiene que empezar a sonar. “El crack rosarino que bailo a la Selección”, titulaban importantes diarios de Capital Federal. Titulan, mejor dicho, tiempo presente, porque al momento en que pasó el hecho nadie se hizo eco. Se lo reivindica después de casi treinta años, como a todos los hechos históricos del país. Recuerden que a San Martín los trajeron de Francia muchos años después de muerto. ¿Exagerada la comparación? Tal vez, pero no deja de encajar. La leyenda del trinche se forjó del boca en boca a través del tiempo como una leyenda griega. Y como tal, está adornada por esa hermosa manía de los que la cuentan agregando chimichurri a la historia para no perder la atención del espectador. Pero toda leyenda tiene su punto de verdad y, repito, yo elijo creerla ¿Creer sin haber visto un solo video del tipo jugando? Preguntarás mi querido centennial y te vuelvo a decir que sí. El trinche forma parte de esa selecta estirpe que prefirió ver al fútbol como lo que significó para ellos: una pasión, un amor y un juego. René Housemman, Ariel Ortega, o ese primo que viste mil veces pasarse ida y vuelta a todo el equipo del otro barrio. Son ellos los que amaban el fútbol y, por amarlo tanto, no podían verlo como un trabajo. No podían aceptar que el fútbol fuera lo que le quitara las diversiones de la vida. “¿Cómo este deporte que tanto disfruto ver, jugar, hablar o imaginar va a ser el responsable de que me tenga que levantar temprano un fin de semana o no pueda salir a la noche con los muchachos? “Antes que pase eso lo dejo”, imagino yo que pensaron. Era otra época. Esa en la que Cruyff fumaba antes, durante y después del partido. Esas en las que a Maradona se lo dejaba salir de noche en el Napoli. Esos años en que los jugadores del Boca campeón del mundo del ´78 veían a los alemanes del Borussia entrenando a destajo mientras ellos se fumaban un puchito. Y ¿Cómo decirles que no? como decirle que no a René si con un nivel etílico que no te pasaba un control ni por asomo le hizo un gol al mejor arquero del fútbol argentino. Veía tres y le apunto al del medio dicen las malas lenguas.
Yo elijo creer en ese fútbol más humano. En que te podías identificar. Los jugadores que escabiaban como vos, salían de joda como vos, fumaban como vos; pero que, si jugaran contra vos, no los parabas ni con una orden judicial. Yo elijo creer que esos tipos fueron los mejores de su tiempo y no es justo compararlo con el presente. Porque es obvio que cristiano Ronaldo le va a ganar corriendo a Garrincha. Obvio que el “Kun” Agüero se va a recuperar de una lesión en dos semanas metiéndose en una cámara hiperbólica y no como el pobre gordo que se pone aceite verde para que no le duela la rodilla antes de un partido. Elijo creer en ese fútbol humano, pero no por eso menos mágico. Y ¿Sabes por qué es mágico? Porque Cristiano Ronaldo (perdón que parece que me la agarre con él) puede entrenar todo lo que quiera, 24/7 si es necesario, con máquinas especiales y dieta cetogénica y tal vez ni así meta los tiros libres como hasta hace poco el Diego los seguía colgando del ángulo con casi 60 años y una rodilla colgando del hilo. El talento no se puede entrenar, y era a lo que estos jugadores les sobraba. Uno puede ser más rápido, más fuerte, más resistente entrenando pero ¿Cuál es el ejercicio que te ayuda a saber el momento justo para puntear la pelota lejos del pie del rival?, ¿Cuál es el entrenamiento para saber que si en vez de pararla le podes pegar de cachetada con la fuerza y la comba necesaria para dejar al 9 mano a mano con el arquero? Si esos entrenamientos existieran, el mundo estaría lleno de cracks. Pero de esos hubo pocos, que decidieron quedar afuera de esta versión: del ruso de “Rocky IV”, del fútbol. Donde llegar a primera no es sinónimo de buen jugador sino de perseverancia, fuerza de voluntad y compromiso. Valores por demás nobles pero que nunca te van a colocar el póster de la pieza de un pibe.
Estos estos nombres que llegan a nosotros por los trovadores que cantan sus hazañas en la mesa del café se convierten en mitos y como tales tienen esa parte de fantasía que nos gusta aceptar y esa falla que los hace morir jóvenes. Morir como profesional claro está. Morir como futbolista, después de cuatro partidos en primera como le pasó al trinche. Pero, imitando inconscientemente a Aquiles, el eligió que su versión con los botines muera joven para que su nombre viva en la eternidad.
Ezequiel Olasagasti.