Con el paso de los años uno empieza a sumar experiencia, a ver las cosas en retrospectiva y, en algunos aspectos, a encarar las pasiones desde otro lugar. A mis 31, entendí que ya no seré futbolista, pero a través del periodismo y los libros puedo volver a jugar.
Por: @Agustinpalmis – @Globalonet.web

Todavía me acuerdo esa tarde donde Ulises, bajo la excusa de estar en carnaval, le tiró un balde de agua a una vecina. El reto de los padres es aún más inolvidable. Ese recuerdo me lleva a la tabla de madera que reposaba sobre varias bolsas de basura que servían de puente para saltar con nuestras bicicletas, donde Matías caía y se lastimaba, pero ahí estaba Gonzalo que, -sin mucho éxito-, intentaba curarlo con el aloe vera que había plantado Mari en la puerta de su casa. También había bombitas de agua que impactaban contra algún auto estacionado, y cuando eso pasaba y alguna alarma rompía el silencio de la tarde, Alan y yo corríamos a escondernos en el pasillo del PH donde vivíamos. Pero lo que más había en esa cuadra de Floresta era fútbol.
Ser hijo de la democracia y haber crecido en los 90 despierta recuerdos que salen de la cabeza como borbotones. Como esas tardes al calor del verano en la vereda, o aquel compañero del colegio que contaba que viajaba a Disney una, dos o tres veces, mientras otros hablaban de visitas a países que, por aquel entonces, me resultaban ajenos y desconocidos hasta que empecé a conocerlos por una pelota. Sí, así es.
Por su orden alfabético, la selección Argentina siempre es de las primeras que aparecen para elegir en los videojuegos, en mi caso el SEGA, pero cuando pulsaba el dedo sobre el botón derecho del joystick y pasaba por otros escudos empecé a conocer a Noruega, Suecia, Nigeria o Australia. Ese fue mi primer contacto con la Geografía. Y mientras aquel amigo hablaba del ratón Mickey, a quien yo solo veía por la tele, no pensaba en su suerte o en llegar a casa para verlo en la pantalla y jugar jueguitos, sino en salir a jugar a la vereda con los chicos.
Dos décadas y un poquito más de aquel chico que fui, entiendo que la gente de mi edad es la última generación que salía a jugar a la calle. Esas largas horas de verano empezaban a las 14 y terminaban a las 21 cuando todos teníamos que entrar a nuestras casas para comer. En un día podíamos jugar incontables partidos de fútbol que se repetían día tras día. Los arcos eran, de un lado, remeras en el piso y del otro un árbol que se extendía en ancho hasta la pared del frente de la casa de Ulises. Ahí, cuando algún vecino o vecina pasaba con su perro, o para ir a hacer las compras o pasear, teníamos que frenar el partido. Ahí conocimos lo que era la invasión de campo.

Con el tiempo esas tardes se diluyeron. El final de la primaria y la llegada del secundario trajeron nuevas amistades y las primeras salidas lejos de casa. Pero uno de los factores más determinantes del fin del fútbol en la vereda fue la posibilidad de ir a un club. También estaban los torneos de la escuela, los famosos intercolegiales que se organizaban eran el gran evento de la mañana del sábado -siempre y cuando no lloviera-. Ahí fue la primera frustración deportiva, en sexto grado, cuando perdimos el campeonato en la última fecha.
Mientras recuerdo aquellos partidos entre colegios y camino por calles desiertas en una fría tarde, me digo a mí mismo: ‘’En la vereda ya no juegan’’, y pienso en como el fútbol se institucionalizó. A través de las entrevistas y los libros empecé a relacionarme con Fontanarrosa, Sacheri y otros autores que, alejados de la ficción futbolera, se encargan de pensar a este deporte. Y mientras agarro la Volturno y lleno una taza de café hablo con Federico Czesli, antropólogo y Licenciado en Comunicación, trabaja con chicos en edad de inferiores y me cuenta que una de las cosas que más aborda con aquellos pibes que buscan llegar a Primera son los sueños, pero que ninguno tiene muy claro que quiere, y el dinero o fama no aparecen en sus respuestas. Solo quieren jugar, pero no lo hacen en la calle, solo en el club.
Fabián de Marziani, docente de la Universidad de La Plata cuenta que en la década de los 70 no existían ligas de baby ni clubes de fútbol infantil, y el fútbol solo se jugaba en los potreros. Con el paso de las décadas, los nombres de ligas como FAFI o FEFI empezaron a ser familiares. Empiezo a ahondar en la teoría del profesor platense, que explica algunas razones por las que el fútbol se alejó de las baldosas y los campitos al costado del tren y aparece la posibilidad de los padres de pagar la cuota de un club, la escasez de espacios públicos y la inseguridad.
En esas épocas, mi vieja y la de los demás repetían como un mantra: «No jueguen al ring raje. Nunca saben quien puede estar del otro lado», o también «No acepten nada de un desconocido». Y aunque jugábamos igual a tocar timbres y escondernos, nuestro única preocupación por la seguridad era con la pelota, había que cuidarla porque no había otra, y si en un descuido alguien la pateaba fuera del cordón y un auto la pisaba había que buscar otra.
Con el tiempo conocí la vida del club, es linda, y en nuestro país hay una estructura absolutamente mágica, donde permite, entre tantas cosas, generar nuevas amistades. Aquel ambiente abre la cabeza y deja conocer diferentes realidades, pero muchos no pueden ir, porque no lo pueden pagar.
En muchísimos aspectos, la vida de hoy es más cómoda. Hay aplicaciones que achican las distancias, mensajes, videojuegos en red, y virtualidad que posibilita miles de actividades que antes eran impensadas. Pero el fútbol sigue dependiendo de la presencialidad, lo único que cambió es el escenario donde se juega.
De esa etapa no guardo solamente aquellos recuerdos, también amistades que hasta hoy siguen en mi vida cotidiana. A aquel amigo del colegio que viajaba a Disney no lo vi más, pero sí conocí a Mickey en su propia casa, y no me interesa mucho volver. Pero sí volvería a jugar un picadito en la vereda. Y aunque resulte molesto el torneo que perdimos en sexto grado, más molesto es que hayan talado el árbol que oficiaba de arco en esas tardes.
Agustín Palmisciano.
