La fiesta absoluta

Pasaron cuatro días de la tercera estrella del seleccionado en Qatar. La gente inundó las calles de todo el país, y en el centro porteño llegaron un millón de personas el domingo 18 y otras cuatro el martes 20. La convocatoria más grande de nuestra historia mostró la necesidad de festejar, y fue gracias al fútbol.

Por: @Agustinpalmis@Globalonet.web


Desde que Gonzalo Montiel cruzó el penal que selló la consagración de la Argentina me encuentro alienado de todo. Quiero hacer otras cosas y no puedo. Escribo y borro en una hoja de Word mientras miro en los medios todo lo que rodea al nuevo tricampeón mundial. Las calles y las redes son testigo de la alegría que se vive, y pienso en el fútbol como un hecho popular y cultural que, por un rato, unió a un país.

Al igual que la Copa América que ganamos en Brasil, mi casa fue la sede de cada partido junto a mis amigos. Desde aquel golpe con Arabia Saudita a las 7 de la mañana, y en adelante, sólo uno o dos partidos no vi junto a Diego, Fran, el Ruso y Juli. La expectativa aumentó junto al avance del equipo, y el domingo, la ansiedad era insoportable. El horario era a las 12, y a las 10 sonó el primer timbre, luego el otro y el siguiente. Al llegar, cada uno se ubicó en el mismo lugar de siempre mientras los minutos pasaban lentamente, y por momentos, parecía que la aguja no se movía. Entre alguna cerveza y una picada hablamos de este seleccionado, que a diferencia del equipo del 2014, llegaba con más chances al partido decisivo.

Finalmente, la pelota empezó a rodar y llegó la alegría de los primeros dos goles. El equipo estaba encendido, se floreaba. Pero como escribí en mi última crónica, el seleccionado de Scaloni se pierde unos pocos minutos, y así fue como Francia, que no había pateado al arco durante 80 minutos llegó al primer empate. En ese derrumbe emocional fuimos al alargue, y llegó el 3 a 2 de Messi, que definió de derecha ante la duda del juez de línea y la certeza del árbitro que lo convalidó. Instantes después, nos desmoronamos con el 3 a 3. Todo de Kylian Mbappé, todo cambiante. Antes de los penales, el trámite ya era insalubre. Con ambos equipos cansados, el mediocampo no existía, cada jugada empezaba en un arco y terminaba en el otro. Ahí fue cuando Dibu tapó una pelota tremenda a Kolo Muani, y acto seguido, el cabezazo desviado de Lautaro. Mientras tanto, los suplentes de cada seleccionado se turnaban para invadir el terreno y festejar el gol que ninguno concretaba.

Los penales los vivimos con toda la tensión que el evento generaba. En cada disparo argentino me quedé sentado en mi silla y en los de Francia me ponía de pie. Fran no se despegó del sillón, parecía adherido, Julián festejó cada penal convertido como si fuera el último. El Ruso, apretaba el puño con fuerza, y Diego observaba de reojo desde la cocina. Ganamos, me reí y creí que podría haber llorado, pero no pude. Nos abrazamos, nos tiramos al piso y destapamos una botella. En esos minutos vivimos la alegría absoluta, propia de la comunión que nos provoca el fútbol y que al mismo tiempo lo excede. Ese domingo 18 de diciembre de 2022 queda marcado junto al 25 de junio de 1978 y al 29 de junio del 1986. Kempes – Maradona – Messi. Tres finales ganadas de 6, un buen promedio. Luego salimos a la calle, y otra vez las bocinas, algunos fuegos artificiales que se perdían en la claridad de una tarde soñada, y una marea de gente que llegaba de todos lados. En resumen: felicidad.

Los festejos se dieron en diferentes puntos del país.

En medio del torbellino emocional, siento que el fútbol en nuestro país es un fenómeno difícil de explicar. Sin embargo, la pelota se convirtió en la protagonista central de la vida de 45 millones de argentinos que recuperaron a un fútbol que, en las últimas décadas, se alejó de la gente y se acercó al negocio (a nivel global).

Tengo imágenes en mi memoria de USA94, pero el primer mundial que viví con total conciencia fue Francia 98. Todavía recuerdo el tiro en el palo de Bati, y el gol de Dennis Bergkamp que eliminó a la selección. Luego, Corea – Japón 2002, donde quedamos afuera en primera ronda, y más tarde la trilogía de derrotas ante Alemania en 2006, 2010 y 2014. A esos sinsabores, sumo la imagen de un joven Messi junto a sus botines en el banco de suplentes, el abrazo de Diego a Lionel, que se fue de Sudáfrica sin marcar goles y luego la final de Brasil. Por último, la anarquía de Rusia 2018.

Con este triunfo la olla a presión que durante 36 años amagó destaparse finalmente lo hizo. “El fracaso forma parte del triunfo”, escribió el campeón mundial Lionel Messi, y que bien me hace escribir esas 14 letras junto al nombre del capitán del seleccionado, al que algunos hoy aplauden y antes lo denostaban. Además, para toda mi generación, que naufragamos los 30, este título nos llegó en un momento inmejorable porque primero, vivimos las inmensas amarguras que da el fútbol. Aunque confieso, también quisiera ser como aquel niño que fui en 1998 o 2002 y sentirme campeón mundial en mi primera experiencia como hincha fanático. Pero como dice Roberto Goyeneche en Naranjo en Flor: Primero hay que saber sufrir / Después amar.

Vivo en la ciudad de Buenos Aires, la zona más rica del país que intenta cada día ser más exclusiva. En mi barrio, como en otros, las necesidades de quienes la Capital deja de lado se juntan con las nuevas edificaciones. Ese domingo, vi como aquel que estaciona en la rampa de discapacitados se abrazó a un señor mayor en silla de ruedas, y también, al cartonero que festejaba al lado de la señora que bebe café en una nueva confitería que inauguraron. Vuelvo a pensar en Francia y en el poeta galo Charles Baudelaire y su texto ‘Los ojos de los pobres’. Y acá me detengo.

Durante toda la campaña de la selección en Qatar se viralizaron festejos, y por fuera de la Argentina, lo más sorprendente fue Bangladesh. Con el triunfo ante Francia, llegaron videos de pakistaníes, hindúes y haitianos con banderas celestes y blancas, a los que se sumaron otros países con altos porcentajes de pobreza que se sintieron representados, primero que nada -hay que decirlo, por Lionel Messi- y luego por nuestro país. La alegría de estas naciones, lejanas por distancia y cultura, se explica desde la historia. En parte, porque los desposeídos y caídos del sistema se sintieron reflejados por un seleccionado que logró vencer a los poderosos que siempre triunfan, aquellos que también son responsables del saqueo de sus tierras.

Tampoco hace falta cruzar las fronteras, basta recordar los festejos de un grupo de hinchas en la puerta de un geriátrico, eso que despertó el fenómeno de la abuela, y la cantidad de locuras que rozan lo inverosímil. En medio de los festejos vi a unos chicos de edad escolar que agitaban una bandera, no llevaban zapatillas y en sus pies había barro. La fiesta era para todos y no había que pagar entrada. Cerca de las 19 de aquel domingo eterno llegamos al obelisco, y quiero destacar que no vi siquiera una pelea. Fue en ese horario donde hicimos contacto visual con el primer policía, que en Plaza Miserere se nos acercó y dijo: “Ya pueden ir a tomar el subte. Está abierto”. Por supuesto, era mentira y casi caemos.

Cerca de la medianoche cuando ya estábamos por volvernos, ví a otro grupo de 5 policías y nada más. Todo festejo, algarabía y calor. El seleccionado estuvo a la altura, la gente también. No así los encargados de la seguridad.

El festejo es de todos, es nuestro. Aunque con el tercer mundial no se llena un plato, la gente necesitaba y, -merecía- esta alegría después de tanto dolor y dificultad. Eso estaba en la calle. Con el mundial volvieron las miradas cómplices entre desconocidos, algo que creía olvidado desde la pandemia. El fútbol también es eso. En una nota para un canal de cable, el entrevistador Luis Corbacho le cuestiona a Sebastián Wainraich su sentimiento por este deporte y lo absurdo de festejar un triunfo. El conductor radial le responde: “Me gusta ser hincha porque no sirve para nada, y si mi equipo gana me pongo contento. Pocas cosas en la vida me generan eso y me gusta. Sobre todo, en una época donde se cree que ganar o perder pasa solo por material”.

Qatar 2022 fue el mejor mundial que me tocó vivir porque el triunfo vino acompañado del encuentro con amigos, el festejo con la pareja y la familia. También por Messi, a quien vi perder algunas finales como la de Brasil 2014, donde fue elegido el mejor jugador del torneo sin haber jugado la mitad de bien que lo hizo en este. Eso también demuestra el nivel del equipo y lo que despertó en la gente.

Una paradoja para terminar, la selección de Scaloni ganó el mundial organizado por el mundo árabe. Los qataríes tuvieron su gran mundial, los dueños del Paris Saint Germain vieron a Messi y a Mbappé en la final. Francia, fundamental en la designación de este país como organizador se quedó con el subcampeonato. En Argentina nos abrazamos, y también en Qatar, donde esas muestras de afecto están prohibidas.

¡Felicidades!

Agustín Palmisciano.